“Quien no quiera responsabilizarse por el mundo, que no eduque"
Joan Carles Mélich, Totalitarismo y Fecundidad


“El mundo se repite demasiado.
Es hora de fundar un nuevo mundo”
(Juarroz, R. Poesía vertical (antología),en Bárcena, F. y Mélich, J."La Educación como Acontecimiento Ético")

"Educar no es fabricar adultos según un modelo, sino liberar en cada hombre lo que le impide ser él mismo" (Olivier Reboul)

miércoles, 27 de enero de 2010

De la necesidad de aprender a vivir juntos (publicado por diario electrónico Gran Valparaíso 27 de Enero)

El lamentable hecho del que nos ha informado la prensa a comienzos de semana, que dice relación con el chofer del Transantiago herido con un desatornillador por un sujeto que se negó a pagar su pasaje, y que lamentablemente murió la madrugada del Miércoles 27 de Enero, nos recuerda un hecho que hoy es cotidiano en nuestra vida diaria no sólo en los medios de locomoción, sino que en la mayor parte de los ámbitos de nuestra vida social: pasar a llevar a los demás.

Si bien ahora aparece en portada por el trágico desenlace que tuvo esta agresión, la violencia es una cuestión cotidiana, a la que parece nos hemos acostumbrado. En el caso de los medios de locomoción colectiva, y del Transantiago en particular, se manifiesta en un hecho del que todos hemos sido testigos más de alguna vez, y que fue el que desencadenó el triste desenlace para el conductor víctima de la agresión: la costumbre que muchos han adoptado de subirse por las puertas traseras de los buses, para evitar el pago, sin la más mínima vergüenza. No me estoy refiriendo a cuando alguna persona pide ser transportada sin pagar, porque en ese hecho se está reconociendo una norma básica que todos seguimos, cual es que lo correcto es pagar el pasaje, sino que me refiero a cuando las personas, con el mayor descaro, se suben simplemente sin querer pagar, arrogándose el derecho de no hacerlo.

Parece ser que, desde que se eliminó el sistema de pagar directamente al conductor, en el imaginario colectivo se ha instalado la idea, incorrecta por cierto, de que ahora los buses son “tierra de nadie”, sin la más mínima valoración de lo que es un bien común, como algo de todos y todas. Como ya el chofer no recibe dinero, no debería preocuparse de si las personas pagan o no, porque, al fin y al cabo, ya no debiera ser problema de él. Y si éste reacciona, el resto le hace ver que está equivocado por comprometerse porque un sistema funcione. Esto evidencia, tristemente, que el criterio para involucrarse con los hechos que se suceden no es que las cosas resulten por el bien de todos, sino el grado de perjuicio/beneficio económico que en lo personal se obtenga de ellas. En otras palabras, “¡Qué importa que el Transantiago funcione, si a mí no me toca el bolsillo!”. “!Qué importa que la gente no pague, si a mi no me perjudica!!, “!Qué tanto se complica el chofer, si a él le pagan el sueldo igual!”

Detengámonos en esto. En cada una de estas afirmaciones, que muchos seguramente hemos escuchado regularmente, está implícita la idea de que es el beneficio económico el único criterio válido para involucrarse con los hechos de los que somos testigos día a día. El alto grado de individualismo evidenciado en ello nos obliga a reflexionar sobre la falta de compromiso de muchos en construir una forma de vida en la que se valore lo que es de uso público, nos respetemos e intentemos que las cosas resulten, por el sólo hecho de valorar que las cosas se hagan bien y se actúe de una forma correcta, es decir, sin que otros se vean perjudicados, no importa quiénes sean esos otros, si un ser humano de carne y hueso, una institución o el gobierno.

Entonces cabe hacerse la pregunta: ¿en qué momento de nuestras vidas aprendimos a ser tan individualistas? ¿Cuándo es que aprendimos que pasar a llevar a otro, “ganarle”, “hacerlo leso”, es valorable? (aún recuerdo la cara de triunfo que muchos ponen cuando logran pasar sin pagar). Pues todos como sociedad tenemos un grado de responsabilidad, no es menor que las lógicas de convivencia las aprendemos viviendo dentro de un grupo humano.

Éste es la cuestión de interés. Es cierto que todos como sociedad tenemos un grado de responsabilidad, pero, esto deja la discusión en un punto ambiguo sin posibilidad de enfrentar la problemática. Ello nos obliga a pensar en aquellas instituciones en las que la sociedad deposita la responsabilidad de educar, y que son la familia y la escuela.

Es indiscutible el grado de responsabilidad que tiene la familia en lograr que sus miembros aprendan a convivir respetando normas básicas. Y diremos normas básicas aún cuando la discusión es un poco más profunda: se trata de aprender lógicas que nos estén motivadas por el individualismo, la competitividad, en que “el ganarle al que está al lado” sea la cuestión fundamental que norme nuestra convivencia. La familia tiene responsabilidad, por cierto, pero ¿acaso son ellas las que están llevando a cabo la función de educar? Imaginemos una familia típica de clase media baja, en que ambos padres trabajan en una empresa, a la que dedican la mayor parte del día (supongamos que salen de sus casas a las 8 y vuelven a la misma hora). Las horas de convivencia con sus hijos son escasas, a lo más 4 horas diarias. Sin considerar que el agotamiento del día, la necesidad de hacer las cosas pendientes o simplemente de ver televisión hacen que la calidad de esos encuentros sea precaria. Entonces, ¿es la familia la que está llevando a cabo la tarea de educar? Parece ser que nuestra vida moderna hace un rato ya ha impuesto otras formas de resolver la cuestión de educar.

La respuesta a la pregunta formulada es no. La institución en la que descasa esta responsabilidad es la escuela. Es en ella en la que nuestros niños y jóvenes pasan la mayor parte del día. Es en ella en la que aprenden a vivir en sociedad, para bien o para mal.

Y aquí llegamos al punto que me interesa plantear: ¿Cuál es la relación entre nuestra forma de convivir como sociedad y la escuela? Pues, entre otras, el aprendizaje de las lógicas de convivencia. Éstas pueden ser de tipo individualista, competitivo o colaborativo. Preguntémonos por las que están aprendiendo nuestros niños y jóvenes. Preguntémonos por las consecuencias de construir una sociedad en la que se valore el pasar a llevar al otro. En la lógica de la competencia, siempre se valora que uno gane. ¿Pero qué pasa con el que pierde? ¿Pierde, acaso, porque quiere, o porque no tiene las mismas herramientas para enfrentarse a esa competencia? ¿Por qué, mejor, no pensar en establecer lógicas de convivencia colaborativas, en las que aprendamos a dar lo mejor de cada uno de nosotros, con lo que todos nos veamos beneficiados?

Sin duda a la escuela le cabe la responsabilidad de plantearse estas cuestiones. No sólo por la necesidad de enfrentar, como sociedad, la locura de habernos insensibilizado con la lógica de pasar a llevar a otros, sino por la urgencia de aprender a vivir juntos de una manera más amable, sin tener que estar a la defensiva, sin desconfianzas. Y digo que es la escuela a la que le cabe esta tarea porque es la cultura escolar la que se construye muchas veces desde lógicas de convivencia basadas en la desconfianza, la imposición, la manipulación (el premio y el castigo), en lugar del diálogo, la negociación y la participación de los intereses auténticos de los sujetos que están en ella.

Y no se trata de aprender estos valores desde una prédica o un discurso cansador y repetitivo, sino de encarnarlos en formas sanas de relación, cotidianamente, de manera que educarse sea algo que se dé naturalmente, por el sólo hecho de ser parte de ese grupo humano.

No es fácil asumir el desafío de educar a las nuevas generaciones. Este aspecto, el de la convivencia, que sin duda dice mucho sobre la calidad de nuestra educación, es un aspecto invisibilizado en los discursos tecnocráticos sobre la calidad, y se hace necesario abordar seriamente para enfrentar los problemas que tenemos desde hace rato ya en nuestra vida social. Por el contrario, la forma de enfrentar la cuestión de la calidad en la educación ha enfatizado aún más las lógicas competitivas e individualistas, poniendo la función instructiva de la escuela por sobre la educativa.

Es necesario abrir la discusión a este tema, pues hacer prevalecer la ley del más fuerte, pasar a llevar a los demás parece ser la tónica del día a día. Y no podemos pensar sólo en las sanciones a aplicar para quienes transgreden la ley o las normas de convivencia, porque ésa es otra discusión. Debemos, de una vez por todas, dirigir nuestra atención a las causas. Y la escuela y su lógica de relaciones, tiene por cierto gran responsabilidad en ello. Y las políticas educativas, por cierto, también.

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