“Quien no quiera responsabilizarse por el mundo, que no eduque"
Joan Carles Mélich, Totalitarismo y Fecundidad


“El mundo se repite demasiado.
Es hora de fundar un nuevo mundo”
(Juarroz, R. Poesía vertical (antología),en Bárcena, F. y Mélich, J."La Educación como Acontecimiento Ético")

"Educar no es fabricar adultos según un modelo, sino liberar en cada hombre lo que le impide ser él mismo" (Olivier Reboul)

martes, 5 de abril de 2016

La urgencia de una buena "educación cívica" Revista Mensaje Marzo-Abril 2016, páginas 58 a 61)

En el último tiempo se ha otorgado cada vez mayor importancia a las iniciativas públicas en el ámbito cultural. Impulsadas principalmente por el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes (CNCA), ellas buscan estimular la participación activa de la ciudadanía para fortalecer la preservación, promoción y difusión del patrimonio cultural chileno, lo cual es de gran importancia para fortalecer nuestra identidad y nuestro sentido de país. La última de estas actividades fue el Carnaval de los Mil Tambores, celebrado en septiembre en Valparaíso. Se desarrolló con la premisa de que es importante recuperar espacios públicos para el arte y la cultura, cuestión relevante para consolidar los lazos de convivencia y un sentido del “nosotros”. Muchos nos esperanzamos al observar la masiva respuesta a esa convocatoria, entendiéndola como un reflejo de la valoración e identificación de las personas con esos ideales. Pero ¿será así? ¿Será que de verdad estamos avanzando en compartir una concepción más humanizada del mundo, más amable, más favorecedora del desarrollo de las personas, más pacífica y justa? ¿Y si no fuera así? ¿Y si estas altas concurrencias no fueran sino un velo que nos impide ver cuán lejos estamos de esos anhelos? ¿Qué tal si las pautas y creencias por las que realmente nos orientamos fueran en un sentido distinto, e incluso opuesto, a esos ideales y aspiraciones que decimos apoyar? ¿Qué tal si estas manifestaciones no son más que un cambio de forma y no de fondo? Revisemos, por ejemplo, cuán paradójico resulta que ese carnaval haya concluido con cuatro mil toneladas de basura esparcidas en las calles, atropellándose derechos y deteriorándose espacios públicos, generándose precisamente lo contrario a lo que esa iniciativa busca promover. Hay allí un sinsentido, una disociación entre la forma de actuar y el discurso con el que aparentemente se está de acuerdo. Si estamos a favor de la paz, la justicia y la dignidad de los pueblos del mundo, entonces debiéramos tener una conducta acorde, no violentando ni atropellando espacios que son de todos. Sin embargo, lo ocurrido en esta actividad en Valparaíso indicaría que hay una extendida actitud de poca responsabilidad frente a nuestras acciones, de escaso respeto hacia la ciudad, de apego a un individualismo que solo busca satisfacer las propias necesidades, y de incapacidad de asumir nuestras propias acciones y entender cómo interactuamos con el mundo. Pareciera que a los chilenos nos cuesta ser habitantes de la ciudad, nos cuesta ser ciudadanos. Se observa débil nuestro compromiso con la noción de bien común. EXPLORANDO LAS DIMENSIONES MORAL Y POLÍTICA Podemos preguntarnos cuánto contribuimos nosotros mismos a que la realidad que criticamos sea como es y con eso nos estamos interpelando sobre nuestra personalidad moral —conciencia, juicio, empatía, toma de perspectiva social, valores, emociones, entre otros—, pero también sobre la relación de nuestro yo individual con lo colectivo. Y en el Chile de hoy parece ser que estamos más cerca de un individualismo extremo, producto del debilitamiento de la confianza, los lazos sociales, el sentido del nosotros y de la posibilidad de tener sueños y proyectos comunes. Esto revela cuán político y ético es el problema que subyace en esta temática. Político, porque se vincula con nuestra relación con el mundo. Ético, porque habla de para qué, por qué, qué y cómo nos movemos en esa relación con el mundo… de los valores que nos mueven, de nuestra cuestionable poca sensibilidad frente a mucho de lo que nos rodea. OPORTUNIDAD A OBSERVAR CON CAUTELA Actualmente, ante la problemática de la falta de educación moral y política, en el Congreso Nacional se discute sobre la obligatoriedad de la asignatura de Educación Cívica en los establecimientos educacionales. La presidenta Michelle Bachelet recogió en ese sentido la recomendación hecha por el Consejo Asesor Anticorrupción encabezado por Eduardo Engel. Sin embargo, esta es una oportunidad que debemos considerar con cautela, pues medidas paliativas para fortalecer el rol de la escuela en este ámbito de la formación ya se han dado antes, sin lograrse los efectos buscados. Queremos afirmar que esta propuesta es necesaria pero insuficiente, y que, además, es de difícil desarrollo debido al gran influjo que en el Chile de hoy mantiene una cultura social que promueve una lógica neoliberal. La preocupación por la educación cívica y moral no es nueva en la política educativa. Los marcos curriculares y las actuales bases curriculares plantean la existencia de objetivos fundamentales transversales u objetivos de aprendizajes transversales, respectivamente, que explicitan la importancia del desarrollo ético de las personas, así como también aluden a aspectos vinculados con su dimensión cívica. En ese contexto, creemos que la medida de incluir la educación cívica significa mantener la misma escasa relevancia que esta tiene en la práctica concreta, si el currículum sigue conviviendo en paralelo con un sistema evaluativo estandarizado que valora exclusivamente la dimensión académica de ciertas asignaturas como sinónimo de calidad educativa. En este sentido, hay políticas paralelas a los aspectos ético políticos en la política curricular que tensionan la exigencia formativa en la escuela, tensión que termina resolviéndose mediante la priorización de lo más urgente, como es reflejar buenos resultados académicos para atraer matrícula, en un escenario que hace competir a las escuelas para poder sobrevivir. Así, el anuncio presidencial sobre la reposición de la asignatura de Educación Cívica y la exigibilidad a las escuelas de contar con un Plan de Formación Ciudadana pueden quedar solo como una declaración de buenas intenciones, si no se acompañan de otros cambios en la formación escolar. Potenciar el rol formativo de la escuela requiere visibilizar otros criterios de evaluación —cualitativos, no estandarizados— que, en lugar de buscar comparación y competencia en el mercado educativo, permitan a esa institución aprender sobre cuán educativo es el clima de convivencia que está ofreciendo y cómo viven esa cultura los actores que la conforman. QUÉ ENTENDEMOS COMO “EDUCACIÓN CÍVICA” Por otra parte, el anuncio de la Presidenta nos exige preguntarnos cómo se está entendiendo la educación cívica. Es necesario celebrar que el proyecto de ley actualmente en trámite destaque la importancia de la formación cívica en la escuela, amplíe la noción de educación cívica a algo más allá de lo meramente disciplinar o asignaturista, y responsabilice a la escuela en el deber de explicitar un plan de acción para abordarla. Sin embargo, debiéramos poner atención a algunos riesgos que todo esto involucra. En primer lugar, esta reforma constitucional fundamenta su importancia en el hecho de que la ciudadanía se ha distanciado de la política dada la baja participación electoral. Podemos advertir, entonces, que esta propuesta se moldea según un paradigma liberal: entiende la formación cívica como una tarea vinculada principalmente a prepararse para celebrar el acto de votar y no como una capacidad mucho más amplia, necesaria para la vida cotidiana y el logro de una participación activa y comprometida. Es negativo reducir el concepto de ciudadanía de ese modo. Significa invisibilizar otros derechos necesarios, además de los civiles y políticos, como los sociales, económicos, culturales o medioambientales. La formación ciudadana clásica no alcanza para enfrentar la desidia, la falta de sentimiento de responsabilidad respecto del devenir de nuestra sociedad y de aprender a incluirnos desde una participación responsable. Y no basta con conocimientos. También es importante el desarrollo de habilidades y actitudes, lo cual es posible cuando se viven formas de relación coherentes con los ideales democrá- ticos, de participación y de ejercicio de libertad responsable que deberían ser propuestos en un espacio de formación ciudadana. La propuesta del Poder Ejecutivo consideró ampliar la noción y considerar además los derechos económicos, proponiendo incorporar la educación financiera al currículum escolar. Cuesta comprender por qué se priorizó esta preocupación por encima de otros aspectos importantes, como los derechos sociales, medioambientales o reproductivos. Como el texto propuesto no consideró ningún otro derecho adicional, la noción de ciudadanía quedó, en buenas cuentas, supeditada a su noción más clásica. Otra cuestión a considerar es que queda fragmentada e insuficiente una asignatura de educación cívica sin una formación del ámbito moral de las personas. Ninguna de esas dos áreas registrará un cambio sustancial si no es acompañada de una estructura sociopolítica adecuada y de una cultura escolar que la fortalezca. Tengamos presente que muchas veces ellas pueden funcionar en un sentido opuesto a lo que se dice querer formar, promoviendo el éxito individual, clasificando según rendimientos, validando ciertos saberes por sobre otros que están disminuidos o derechamente invisibilizados, pidiendo adaptación y obediencia a condiciones que son definidas por unos pocos actores, desarrollando relaciones instrumentales entre los individuos que la conforman y, con ello, debilitando la posibilidad de relacionarse desde inquietudes auténticas, desde la solidaridad, la inclusión, la deliberación, la reflexión y la participación. Al respecto, el mismo padre Alberto Hurtado, en el contexto de su época, ya planteaba una crítica a la escuela, responsabilizándola del desinterés que los ciudadanos sienten por la sociedad. Lo hacía ver apuntando a que es en la escuela en donde se aprende a ser individualista y competitivo, dado el énfasis en el trabajo individual y la responsabilidad solo en sí mismo por los propios actos, sean positivos o negativos, y que se aprende desde las relaciones que los adultos educadores establecen con los niños y jóvenes. Señalaba claramente que aprender a tener una actitud comprometida con los demás requiere de vivir relaciones de colaboración, de manera de desarrollar un sentido del colectivo a través del cual se aprenda a ser solidario, generoso y comprometido. Además del papel de la escuela de incluir el ámbito moral sin separarlo del cívico, se suma la importancia de que el profesorado sepa, pueda y quiera desarrollar prácticas pedagó- gicas en el aula que den lugar a un espacio para el aprendizaje de una convivencia democrática. Esto se debe hacer no solo en una asignatura de educación cívica sino que también en las demás áreas del currículum, pues no es exclusivo de la clase de ciudadanía el tener un espacio para participar y reflexionar con los demás, dar opiniones y decidir en conjunto sobre aquellos aspectos en los que se pueda decidir. Ello es una posibilidad latente en toda situación de convivencia y, por lo tanto, los profesores debiéramos tener conciencia de esa responsabilidad inherente a nuestro rol, independiente de la asignatura que tengamos a cargo. Así, tanto la escuela en su conjunto como los espacios de clase debieran ser una oportunidad para vivir una convivencia democrática. El desafío involucrado en este tema no podrá ser respondido desde la sola asignatura, si quienes enseñan y gestionan la escuela no invitan a ensayar y vivir las experiencias de una cultura cí- vica y moral que eduque en sí misma, por el solo hecho de estar en ella. Entendiendo la escuela y el aula en particular como un territorio en el que está presente el poder —independiente de cuán distribuido o concentrado esté—, debemos valorarlo como el espacio por excelencia en el que nuestros niños y jóvenes experimentan cómo relacionarse entre sí y con la autoridad. De acuerdo a cuán incluidos se sientan en el devenir de los acontecimientos, se desarrollará en ellos el aprecio y el consecuente compromiso con los adultos que son figura de autoridad, en tanto los perciben como personas que acogen, los aceptan y asumen la tarea de potenciarlos en toda su dimensión humana. Ello implica, por cierto, que la autoridad, desde un sentir democrático, comprende que no es posible desarrollar la noción de hacerse responsable por los otros si no se invita a aprender a ser parte, educando el saber, el poder y el querer serlo. CAMBIO DE PARADIGMA: DE LO ESCOLAR A LO EDUCATIVO Hemos señalado que la escuela es el espacio de socialización por excelencia, en el cual aprendemos a desarrollarnos y relacionarnos con los demás. Es más que ir a una sala de clases a aprender. En la lógica tradicional, en la que los adultos deciden y los jóvenes deben acatar, se escolariza a las personas, reforzando su heteronomía. Se aprende a ser dependiente del control externo, a esperar que se nos diga qué hacer, cómo y cuándo, limitando así la capacidad de reflexionar sobre nuestro propio actuar, tomar decisiones y desarrollar nuestra autonomía e iniciativa personal. Educar es lo contrario de escolarizar. Es crecer conquistando cada vez mayor autonomía para aprender a hacerse cargo del propio actuar. Y ello se va desarrollando en un proceso largo que requiere, por parte de quien pretende educar, incluir a quienes se están formando, relacionarse con ellos considerando sus necesidades, intereses y preocupaciones, dándoles además los espacios para expresarse, pensar juntos y decidir conjuntamente y paulatinamente, a medida que van aprendiendo a hacerse cargo de las consecuencias de sus decisiones. Requiere acompañamiento, acogida, encuentro, aceptación, sentir que se puede confiar en los demás, que podemos aprender de los errores, que podemos hacer preguntas y no solo responder certezas. Requiere diálogo para interpelar al otro desde la pregunta, invitándolo a pensar y así desarrollar su conciencia. No certezas. La moral no se inculca, se desarrolla en la medida en que se invita a reflexionar sobre las acciones. La responsabilidad de la escuela es, entonces, educar. No solo instruir. Y la educación transita por la relación humana, por la calidad de los vínculos que se desarrollan con aquel que está creciendo bajo nuestro cuidado. Si los estudiantes crecen bajo la vigilancia, siendo tratados como sujetos sospechosos, peligrosos, demostrándose bajas expectativas sobre sus personas, sin duda aprenderán a moverse sin sinceridad, resignada o solapadamente, solo respondiendo a lo que se quiere o espera de ellos, no necesariamente desde el “yo quiero”, sino que desde el “yo tengo que…”. Y, desde ahí, la posibilidad de desarrollar autonomía y compromiso auténtico con los propios procesos se reduce drásticamente. Entonces se aprende a ser dependiente de lo que otro nos diga qué hacer, cómo y cuándo, en lugar de autorregularnos. Botamos la basura al suelo, porque todos lo hacen. O porque no hay nadie que nos reproche, porque nadie nos está mirando. Ponemos la música fuerte, irrumpiendo en el espacio de los demás, porque nadie me dice nada. Desarrollar conciencia moral es más efectivo que cualquier control de vigilancia o cualquier normativa legal. Que la persona aprenda a autorregularse para conducir su vida felizmente, en armonía con el todo social, debiera ser el propósito de un proceso que pretenda ser formativo. Los espacios para el aprendizaje de la autonomía en armonía con los otros no solo se dan en espacios como una radio o un diario escolar, o en actividades extracurriculares. El espacio en el que más se está en nuestro paso por la escuela es la sala de clases. Y en ella, no importando la asignatura que se esté estudiando, siempre hay relaciones humanas mediadas por un profesor, quien tácitamente concentra o distribuye el poder, según sean los espacios que niegue u otorgue para que los estudiantes piensen, se expresen y tomen decisiones. Y es en este punto que podríamos poner el acento para explicar cuánto pesa la escuela en lo que somos como sujetos sociales: cómo vamos asumiendo como algo natural —si hemos vivido una lógica tradicional— que las figuras de autoridad no tienen por qué preguntarnos nuestro parecer, que hay que hacer las cosas aunque no les encontremos mucho sentido, que lo que nos pase en la vida real o personal no tiene lugar cuando estamos aprendiendo una materia, que el curso de los acontecimientos lo deciden otros… y así vamos debilitando nuestra conciencia sobre nuestro entorno, en tanto aprendemos a movernos como autómatas y, con ello, debilitando la posibilidad de ser ciudadanos, en el sentido ético y político del término. FORMACIÓN DE PROFESORES Volviendo a la oportunidad que representa la reposición de la asignatura de Educación Cívica y la exigibilidad a las escuelas de un plan de formación ciudadana, es importante considerar que la política pública podrá aportar en beneficio del cambio de una cultura escolarizante a una más educativa, si propone medidas adicionales. Estas debieran abordar la formación de profesores y de directivos. Para ello, debiera convocarse a una discusión abierta a los actores del sistema escolar y de la formación del profesorado, a fin de definir la forma de implementar la formación de la dimensión ético y política del ejercicio docente y directivo. Importará que ellos aprendan a relacionarse en lógicas reflexivas y participativas. Entendiendo que el solo hecho de estar en relación con otros influye en la formación de un determinado tipo de ciudadano, el prepararse para ser profesor debiera incluir no solo aprender rigurosamente una disciplina y saber cómo enseñarla, sino también cómo favorecer formas de participación y reflexión que impactarán en el ser humano que se irá formando en el proceso. El desafío de la formación inicial de profesores y otros actores de la institución escolar —sobre todo, los implicados en los equipos de gestión escolar— demanda entonces que los docentes de educación superior sean también entes que conviertan sus aulas en espacios cuyas lógicas de relación fortalezcan la convivencia democrática, cuestión que debiera ser parte de los procesos de acreditación de las instituciones de educación superior. Es un desafío no menor en una cultura universitaria muchas veces dominada por el paradigma de que para hacer clases hay que ser experto en la disciplina que se dicta, pasando por alto lo que enseña desde un currículum oculto. Si queremos superar incidentes como el relatado al comienzo de este escrito y avanzar a una mejor sociedad, entonces no podemos seguir pretendiendo que el ámbito cognitivo acadé- mico sea el único y más importante a desarrollar en la escuela. Es así no solo porque cualquier aprendizaje se explica desde una dimensión afectiva y no únicamente cognitiva, sino porque además debemos ampliar la noción de preparación para la vida a algo más que el mero ámbito académico y laboral. Nuestros niños y jóvenes no solo serán trabajadores que desempeñen una determinada tarea en el futuro y ganen un sustento que les permitirá insertarse en la sociedad. Ellos, además, serán personas en otros ámbitos de su vida. No podemos seguir conformando un sistema educativo que prepare solo para proyectos de vida privados que desconozcan o no se interesen por la dimensión ciudadana de la persona. Si queremos un mejor país, más dueño de su destino, la formación moral y ciudadana debiera ser el empeño formativo más importante del sistema educativo. Formar ciudadanía requiere aspirar a una escuela en que lo democrático sea una experiencia vivida, y la política pública debiera fortalecer esa noción de escuela.